Apostol

La cocina del peregrino

31 agosto 2010 / Mundicamino

En Fonsagrada se impone comer pulpo y, aunque no hay ningún «plato del camino», existen viandas muy nombradas como el pan dorado de Sangüesa o la «sopa boba» de Nájera.

En Fonsagrada se recomienda comer pulpo, y el establecimiento más nombrado es O Candal. «Desde luego, hay más pulperías y bares donde puedes probarlo», se apresura a añadir Manuel Otero, después de hacer esta desinteresada propaganda. Yo comí el pulpo de O Candal, siguiendo su consejo, y lo encontré satisfactorio. Casi puede decirse que el pulpo es el «plato nacional» de Fonsagrada. ¿Cómo?, se preguntarán quienes tengan en cuenta que se trata de una población de interior, comunicada con la marina de manera harto azarosa. Sin embargo, Álvaro Cunqueiro afirmaba que el mejor pulpo de Galicia se come en las ferias y mercados de tierra adentro, en las que más de un cura de barriga abultada bajo la sotana con lamparones había molido con sus molares cantidades ingentes de pulpo y lacón. El pulpo en el mar es el equivalente en Galicia al cerdo en tierra, y es que, como escribió Cunqueiro, el gallego es muy pulpero. En vísperas de las grandes ferias de Monterroso, de Villalba, de Arzúa y de San Froilán de Lugo se empezaba a cocer el pulpo a medianoche, y un viajero francés, Jacques Maville de Poncheville, paseando por las murallas lucenses (¿qué podía hacer un francés llamado Jacques en Lugo en el siglo XVIII si no era peregrinar al santo de su nombre?), vio a las pulperas haciendo cocina y creyó que eran brujas preparando el aquelarre. Seguramente lo cocían con sal y aceite y le añadían un sofrito de pimentón. Resulta agradable encontrar algún grano de sal gruesa en el pulpo, que en su sazón y bien preparado guarda una nostalgia de mar en estas tierras de adentro.

No obstante, no puede decirse que el pulpo sea el plato característico del Camino de Santiago: ni siquiera en este tramo entre Fonsagrada y Lugo, en el que lo preparan tan bien.

En rigor, no hay un «plato del camino». Hay una piedra mágica del Camino, el azabache, y un animal, la oca. También podría serlo la gallina asada, cuya curiosa leyenda relatan, entre otros, el viajero polaco Jacob Sobieski (otro Santiago en ruta) y el poeta romántico inglés Robert Southey. Pero aquella gallina no se comió, sino el alcalde que se disponía a dar cuenta de ella, quedó sin cenar.

Existen viandas más o menos reconocidas y nombradas: el pan dorado de Sangüesa, la «sopa boba» de Nájera, el vino de Puente la Reina… Y un imaginativo esotérico, Louis Charpentier, afirma que «la pata de la oca se convirtió en la concha de Santiago adornada con florituras y con una pizca de helenismo debida a los clérigos, cuando la significación pagana se hubo perdido». De este modo se reúnen dos exquisiteces gastronómicas: el buen marisco, que es la vieira, y la oca, gran fabricante de foie-gras.

La vieira da mucho juego. Cunqueiro imagina que la magdalena mojada en té que le sirvió a Marcel Proust de llave para abrir las puertas del tiempo perdido tenía forma de concha, constancia del paso de los peregrinos por Combray. No sé si será importante esto, a efectos de la literatura comparada o de la simple historia de la literatura.

Lo que es importante para quienes andan los caminos es comer, si no a sus horas, al menos cuando y donde cuadre. Con pan y vino se anda el camino, proclama un dicho muy cierto. Pero muchas veces en el camino no había pan, ni vino, ni manera de acercarse a ellos.

Es la hora de comer y habrá que hacerlo adecuadamente. Por eso nos tomamos un descanso, y dedicamos esta etapa a la dilucidación gastronómica. Que en el Camino hay exquisiteces es innegable. Pobres los caminantes, si no. Aunque la mayoría, con seguridad, no pretende exquisiteces, sino comer para ir tirando. Luis Monreal Tejada especifica los platos que puede encontrar el peregrino a su paso por tierras jacobeas: la carne de rebeco que pasado Somport llaman sarrio, los huevos en salmorejo con longanizas, carnes en adobo, guisantes y espárragos, las truchas de Burguete y el vino de Rioja. «Se pasa el Ebro y se entra en la región del picante». Y Castilla la Vieja es tierra leal de asados y cristianos viejos: no se desprecia al cerdo, otro cristiano viejo que certifica entre quienes lo consumen tan respetable condición. En León, los embutidos, y en Galicia los caldos y potes, las caldeiradas, los buenos pescados y mariscos, los consabidos lacón y pulpo, y las exquisitas empanadas. En una ménsula del palacio del arzobispo Gelmírez cuatro peregrinos se sientan a la mesa, dispuestos a comer una soberbia empanada, tan bien hecha que apetece hincarle el diente, como si no hubiera endurecido desde el románico acá. Se añade la excelente repostería, cantada, más que enumerada, por Víctor Alperi en el prólogo a «El Camino de Santiago. La Cocina y las Rutas Gastronómicas». Y es que, como afirma Juan Velarde, no se puede hablar con conocimiento de repostería española sino se conocen todos los conventos de monjas de España. Nada más llegar a Santiago, diligentes confiteros ofrecen al viajero la tarta de Santiago, de almendra molida, huevos, canela en polvo y una corteza de limón rallada.

Todo lo que hemos mencionado es la apoteosis de la cocina regional al norte del Ebro, que es donde mejor se come de España. Pero no se crea que se trata de la comida que comían los peregrinos. Para averiguar la dieta de éstos habremos de buscar en testimonios más antiguos. El «Codex Calistinus» no sólo advierte a los caminantes contra la rapacidad de los posaderos y la incomodidad de las posadas, sino que previene contra algunos alimentos: se puede morir de comer anguilas y las carnes de vaca y cerdo de Galicia son decididamente xenófobas, porque producen enfermedades a los extranjeros. Algunas plazas son excepciones: la carne, el pescado, el pan y el vino de Estella son buenos, y el agua del río Ega, dulce y sana; en Carrión hay abundancia, y se comen pan, vino y carne sin dificultad. La tierra de Campos produce pana, vino, carne, pescados (de río), leche y miel. En Galicia, la cosa de comer se complica, pues tiene buenas frutas y claras fuentes, pero escasean el vino y el pan de trigo. Al vino lo sustituye la sidra, que en la Edad Media no se consideraba bebida propia de personas normales.

La guía de Aymeric Picaud está llena de alarmas y malas intenciones: es precursora de las opiniones sobre la cocina española de Dumas Sr. Sin embargo, es mejor que la actualmente prestigiosa Guía Michelin, con la que exageradamente se la compara, y que no hace otra cosa, la afrancesada Guía Michelin, que promocionar cierto tipo de cocina cursilísima.

El peregrino, pobre o rico, comería lo que le deparaban el lugar y la suerte. Cuando Carlos de Gante desembarcó en Villaviciosa no encontró otra cosa que carne de cerdo y huevos, así que tuvo que conformarse con una tortilla de carne para cenar su primer día en España. El problema era menor en las ciudades grandes: entonces todo dependía de la bolsa del peregrino. En cuanto a los abastecimientos de Santiago, el geógrafo Idrisi señala «mercados muy concurridos y así cerca como lejos de ella, aldeas grandes».

La comida es signo de diferenciación social. Depende del rango del viajero. «El vestido y el alimento indicaban la posición social de los personajes», escribe Le Goff refiriéndose a las novelas de Chrétien de Troyes. Pero haciendo el camino, se comía lo que se podía y se encontraba. No había otra solución.

En la medida en la que los caldos son muy representativos de Galicia, podría suponerse que constituían el plato de los peregrinos, de la misma manera que en La Nueva Allandesa sirven el pote con el nombre de «sopa asturiana» como típico del Camino. De este modo, Antonín está inaugurando una tradición. Pero el caldo no tiene el mismo sentido que el pote, e incluso la fabada, plato más moderno, como es sabido. El caldo es estacional: hay un caldo de otoño, de calabazote, y un caldo de invierno, y hasta caldos frescos de judías verdes: aunque el más universal es aquél al que el unto otorga un característico sabor rancio. Siendo yo niño, había en mi casa una criada gallega llamada María Luisa, que lo hacía estupendamente: desde entonces soy un entusiasta del caldo gallego. Pero a diferencia de Asturias, en cuyos restaurantes se sirve la fabada durante todo el año (y en algunos se vende más en verano que en invierno), en Galicia no lo preparan los días de calor. Se le considera plato de pueblo, aunque figure en las cartas de restaurantes de categoría, como Verruga, de Lugo.

Más vinculada al camino está la vieira, pero el caparazón, no necesariamente el contenido. La receta de María Araceli López, de Casa Consuelo (Otur) es sencilla y deliciosa. Rehogadas con pimentón y espolvoreadas con pan rallado, se mantienen al horno durante diecisiete minutos.

La reinvención del Camino de Santiago, como parte de la política turística del ministro Fraga Iribarne, tuvo más que ver con la hospedería que con la gastronomía. No se inventó ningún plato del Camino, en esta época en la que los cocineros son demasiado aficionados a invenciones. Tal vez sea mejor así. Lo importante es comer bien, meta no menos importante que la espiritual, y que no siempre se alcanza en todos los lugares.