Apostol

Un irlandes peregrino

27 diciembre 2010 / Mundicamino

En El camino de Santiago Walter Starkie acuñó un atractivo estilo literario en la línea de los grandes viajeros del siglo XIX.

Un tipo que recorre andando media Europa, que pernocta en las fondas de los pueblos, se hace amigo de pastores, bodegueros, peregrinos y contrabandistas ya sería interesante de por sí, y con mayor razón si se trata del irlandés Walter Starkie.

El editor José Ángel Zapatero, de Cálamo, me habló de este singular personaje con el mismo entusiasmo con que le ha publicado El camino de Santiago. Correspondiéndoles a Starkie y a él, he leído con su misma pasión este libro que, siendo un relato de viajes, no se parece a ningún otro en la forma de viajar ni en la manera de relatar la aventura.

Ian Gibson, en el prólogo de El camino de Santiago, nos recuerda que, dada la inclinación irlandesa hacia la originalidad, no existe un solo irlandés comparable con otro de sus paisanos.

También Walter Starkie tenía su propio molde. Enamorado de España, dirigió entre 1940 y 1954 el Instituto Británico, con sede en Madrid. En esos años emprendió rutas por los más pintorescos parajes españoles, pero sería durante su iniciático recorrido hacia Santiago de Compostela cuando afinase su inseparable violín y afilara los lápices, consignando cuanto de interés para los lectores pudiera tropezarse en cada etapa.

Starkie era, a su modo, un anarquista, pero no viajaba sin método, aunque sí sin la menor prisa, deteniéndose aquí a admirar un puente románico, allá para fotografiar un retablo o un pórtico, y al caer la noche en cualquier fonda o taberna para beber una botella de burdeos o saborear el queso de cabra artesanal de Ansó. Porque antes de descansar en el Hospital de Sallent o cruzar Puente La Reina, adentrándose en el camino español, la particular peregrinación de Starkie hacia el sepulcro del apóstol abordó el camino francés. Una Francia de las Cruzadas, realmente, a través de Toulou-se, Carcassonne, Albi, incluso del santuario Lourdes, donde la Virgen le curó las ampollas y él, Starkie, el peregrino irlandés, subió de rodillas, en penitencial gratitud, la montaña del Via Crucis.

En su largo periplo, siempre caminando, a menudo solo, atento a cuanto a su alrededor sucedía, Starkie acuñaría un atractivo estilo literario, en la línea los grandes viajeros del diecinueve, como Borrow, al que tanto él como Gibson citan venerablemente. En el género de la literatura de viajes, Starkie acreditaría una visión panorámica compuesta por datos históricos y artísticos, geográficos y antropológicos, por un rico acervo de reflexiones, tradiciones y anécdotas cuya narración aspiraba a reflejar una visión esférica y dinámica del Camino. De esa gran ruta medieval, vía láctea del espíritu cristiano en la que giraban leyendas del Santo Grial y la Vera Cruz, de Saladino y de los milagros y apariciones de la Santa Madre María. Además de anarcoide, Starkie era un esteta, como Proust frente a las agujas de Bretaña, se extasiaba ante el románico de Santa Cruz de la Serós o San Juan de la Peña.

¿Era también, como se ha sugerido en más de una oportunidad, un espía británico? Puede, pero su mejor servicio, al de otra visión de España, fue desencriptar un fresco lleno de vida y vitalidad sobre el legendario Camino de Santiago.