Apostol

No me entrené para cuestas

11 abril 2018 / Mundicamino

Ana Cristina Ayala es una peregrina de Detroit. Donde reside también su marido, Eduardo, en Michigan, Estados Unidos, el terreno es mucho más plano.

Michigan, en Estados Unidos, es completamente plano. No hay ni una cuesta cerca de Detroit. Por eso, la norteamericana Ana Cristina Ayala, que vive entre praderas, llanuras y grandes lagos ignoraba a lo que se exponía si volaba a Galicia a cumplir su sueño juvenil de hacer el Camino de Santiago. «Todo allí es plano y me entrené antes de venir, pero no sabía a lo que me enfrentaba», dice mientras ordena su mochila en el albergue de Arzúa. Pasó una noche dura por las agujetas y dolores musculares. Su marido, Eduardo Ayala, la acompaña tras superar una operación en un pie. «Él no entrenó nada y lo veo muy callado, si le duele no lo sé», bromea la esposa.

Ayala oyó hablar del Camino y le pareció «muy interesante, pero la vida te lleva por otros senderos, matrimonio, hijos, trabajo». Pospuso ese sueño y «solo fue un buen recuerdo» hasta que hace dos años una pareja de norteamericanos que lo habían hecho varias veces «trajeron a mi mente el viejo recuerdo». A la hija de una amiga le preguntó varias veces cómo era el terreno en el Camino de Santiago «pero ella nunca me lo dijo. Si lo hubiese hecho yo jamás me habría animado a venir (se ríe)». Iba a partir sola para esta caminata de cinco días pero «mi hija mayor se quedó al cuidado de la pequeña y mi esposo se vino conmigo».

Finalmente, el matrimonio voló desde Chicago a Madrid y tomó un tren hasta Sarria. Además del jet-lag, el viaje en avión le dejó doloridas las rodillas. Y los dos primeros días la postraron «machacada» de tanto caminar monte arriba y monte abajo. Galicia le resultó familiar con Detroit por su clima «singular». «Allí llueve, cae nieve con el sol, hay nubes, sopla aire». Pero no contaba con los rompepiernas de las colinas gallegas y las subidas de Barbadelo, Castromaior y la bajada de Vilachá. «No me esperaba esto», cuenta sorprendida y con sus piernas doloridas. La tarde la pasó tumbada en su litera leyendo en su tablet. Ya en Pedrouzo, Eduardo Ayala muestra en su mano un fruto marrón. «¿Esto se come?». Sí, es una castaña.