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La Vía Francígena: el otro Camino de Santiago

22 diciembre 2018 / Mundicamino

Adéntrate en una desconocida ruta de más de un siglo de antigüedad y de 2.000 kilómetros de longitud.

«Todos los caminos llevan a Roma». Este cliché no es baladí. De algún modo, el lenguaje o las frases populares recogen el testigo de nuestros antepasados y se extienden durante años. Y sí, hubo un momento en el que la sentencia tenía mucho sentido. Eran tiempos en los que el Imperio Romano gobernaba los que hoy son países como Inglaterra, España, el norte de África, e incluso, los territorios actuales de Turquía e Israel. A medida que los romanos conquistaban, construyeron caminos para conectar sus ciudades con el corazón del imperio.

Durante miles de años, personas de diversas tradiciones espirituales y religiosas han emprendido peregrinaciones. Desde los budistas tibetanos en Lhasa, hasta los musulmanes dirigiéndose todos los años a la Meca. El camino, por tanto, es algo universal que se repite a lo largo de toda la historia y que a menos que la fe muera, no tendrá fin. Existe una ruta de peregrinación con más de 1.000 años de antigüedad a sus espaldas que comienza en Canterbury y termina en Roma. Su nombre hace referencia a que traspasa de norte a sur el país francés: Vía Francígena.

Después de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial del Imperio Romano, los fieles tenían motivos para visitar la capital, y así ver con sus propios ojos los lugares de descanso de los apóstoles San Pedro y San Pablo. La escritora Carla Mackey ha escrito una guía de esta peregrinación recorriendo varios fragmentos de la marcha. «Avalada por la Iglesia Católica, el Papa Bonifacio VIII declaró el primer jubileo en el 1300 después de Cristo», informa Mackey. «Si los peregrinos deseaban prolongar su camino, podrían continuar por el sur de Italia y seguir hasta Jerusalén».

«En el 990 después de Cristo, Segric el Serio, arzobispo de Canterbury por aquel entonces, tenía una razón más práctica para caminar hasta Roma», explica Breena Kerr, en un artículo de la ‘BBC’. «Necesitaba visitar el Vaticano para recoger sus prendas oficiales. En el momento en que decidió realizar la travesía, había muchos caminos hasta Roma, pero Sigeric anotó su ruta de regreso a casa dejando patente el camino que hizo, atravesando Italia, Suiza, Francia y el Reino Unido. La ruta conformó lo que ahora es la Vía Francígena». La única parte que no se puede hacer a pie es evidentemente la del Canal de la Mancha, que los peregrinos medievales surcaban en barco, mientras que lo actuales lo hacen en el ferry que va desde Dover hasta Calais, en el norte de Francia.

Como advierte Kerr, a medida que floreció el Renacimiento en Europa, la Vía Francígena empezó a perder peso popular. Las rutas comerciales se multiplicaron y cambiaron para pasar por Florencia, una de las ciudades más importantes del momento, tanto intelectual, artística o mercantilmente. «La Vía Francígena pasó en su mayor parte al olvido, aunque los caminos trazados se siguieron usando», narra la periodista.

«Las cosas permanecieron así hasta 1985, cuando Giovanni Caselli, un antropólogo toscano escritor y aventurero buscaba nuevos temas sobre los que escribir un libro de viajes. Habiendo realizado la Ruta de la Seda a través de China, Uzbekistán y Tayikistán, Caselli decidió echar a andar sus pasos por la Vía Francígena». Después de que Caselli publicara su libro en 1990, la ruta comenzó a ganar atención. De esta forma, se convirtió en una de las rutas culturales predilectas designadas por el Consejo de Europa cuatro años más tarde. Ahora, muchos peregrinos ven en ella una alternativa al Camino de Santiago.

Una peregrina más

Precisamente, es Kerr quien ha decidido embarcarse en esta aventura. «Caminaba por un pueblo centenario del norte de la Toscana sin ningún otro humano a la vista», narra. «A mi derecha, unos pocos caballos pastaban en un gran prado; a mi izquierda, más allá de una vieja casa de piedra que permanecía en pie durante cientos de años, se extendía una gruesa capa de bosque de robles, acebos, castaños y fresnos».

«No había ningún sonido, salvo el zumbido de los mosquitos y el repiqueteo de mis pies al golpear el camino», prosigue Kerr. «Me detuve y me incliné, mi mochila pesaba mucho a mi espalda. Mirando a través de la tierra y del musgo, pude ver trozos de piedra, como cientos de piezas inconexas de un puzle. Me había topado con un antiguo camino romano».