Apostol

Te lavabas en la fuente de la plaza igual que los gatos

11 febrero 2010 / Mundicamino

Tiene 85 años y el hablar recio de un navarro de Sangüesa. De los que no pierde el resuello con 700 kilómetros en las piernas. Se ha pateado más de 30 veces el Camino de Santiago -entre 1971 y 2009- y sólo ahora, muy de vez en cuando, se permite coger un taxi «sin ningún escrúpulo» cuando le queda poco trecho para llegar al final. Y, nada, se queda tan ancho. No se trata de dejarse la vida a golpe de taquicardias. Alejandro Uli es un religioso capuchino con mucho sentido común, un catedrático jubilado de Latín que se ha leído del derecho y del revés el ‘Codex Calixtinus’ (un manuscrito del siglo XII que servía de guía para los peregrinos en la Edad Media), pero también sabe disfrutar «como el que más» de un buen bocadillo de queso.

Le mueve la fe como al 33% de los caminantes. Gente espiritual con los pies en tierra. «Puuuf, en algunos sitios dan por bueno aquello de ‘al ave de paso, cañazo’. Te cobran más. ¡Nos miran como si fuéramos turistas!», se queja este capuchino duro y socarrón, que antes solía dormir en establos, pajares y en el terrazo de las escuelas cuando los críos estaban de vacaciones y él decidía tirar millas hacia Santiago. Y de eso no hace tanto. «Bueno, bueno, ahora descanso en hostales y sitios así. ¡Que ya tengo una edad…!» Por lo demás, va por la vida como un todoterreno, sin detenerse ante los obstáculos y feliz de «compartir el esfuerzo con los amigos». Lo suyo no es un reto personal. Se trata de algo mucho más simple: sigue la llamada del Apóstol y se echa a andar con la ilusión de los viejos tiempos, cuando no había albergues y «te lavabas en la fuente de las plazas igual que los gatos».

En 1971, Alejandro Uli tenía 46 años y hechuras de atleta, curtido por los diez kilómetros que hacía todos los días entre el Convento de San Antonio, en el barrio de Torredo, y la Universidad de Zaragoza. Aquel verano, lió el petate y se puso en marcha con un puñado de compañeros; salieron con tanta alegría de la capital maña que se hicieron 58 kilómetros de una sola tacada hasta Mallén. «Éramos jóvenes y fuertes. Pero, ojo, no porque fuera Xacobeo. ¡Aquello era secundario! Lo que nos tiraba era Santiago», aclara con emoción. Más de una vez se perdieron porque no había carteles ni las famosas flechas amarillas que, tiempo después, pintaría el legendario sacerdote Elías Valiña kilómetro a kilómetro. Todo un personaje. Valiña lo mismo exigía agua corriente para las aldeas gallegas que se volcaba en la reivindicación de la historia y tradición del itinerario xacobeo. «Un hombre extraordinario. El Camino está lleno de ellos», murmura Alejandro con la voz velada.

En su primera andadura, ni él ni sus amigos llevaban zapatillas Nike ni Brooks. «Qué va. Me había puesto botas de lona, bien domadas. Y para combatir el sol, me había tocado con una boina vasca». No había entonces mayor lujo que tomar el fresco bajo el voladizo de las casas solariegas. Salieron el 27 de junio de Zaragoza, tardaron 24 días y apenas se toparon con un puñado de peregrinos que venían de Madrid y Francia, cargados con provisiones de bicarbonato para prevenir las agujetas. Los niños les salían al encuentro al grito de ‘¡pelegrino, pelegrino…!’. Normal. Eran como una golondrina de patas azules. Algo rarísimo y que merecía la pena perseguir. Después de aquella experiencia, Alejandro ha partido hacia Santiago más de treinta veces. Ha probado el Camino Francés, la Vía de la Plata, la ruta portuguesa… Hasta que el cuerpo aguante