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El éxito del Camino solo ha empezado

07 octubre 2018 / Mundicamino

La explosión del Camino y la ciudad de Santiago como destino cultural y turístico es un fenómeno tan digno de estudio como modelo en el que se miran todos los proyectos mundiales para desarrollar itinerarios culturales. El éxito del Camino es motivo de envidia en todo el mundo. Su capacidad de atracción se refleja en los 2,6 millones de viajeros que registró el aeropuerto en el 2017, los 1,5 millones de pernoctaciones en la ciudad, y los 301.000 peregrinos que llegaron, además, a través de alguno de los múltiples caminos de Santiago. Estas cifras, siendo espectaculares y responsables de una parte importante del PIB de la ciudad y gallego, seguramente son sólo una parte de lo que llegarán a ser en pocos años. Haríamos bien en prepararnos para un crecimiento espectacular de las mismas. Esta conjetura no la baso sólo en el crecimiento mundial del turismo, en el hecho de que hemos entrado en la edad del turismo de masas, en la generalización del turismo como actividad al alcance de todo el mundo, ni en la incorporación al mercado turístico de los clientes asiáticos. Estas circunstancias son bien conocidas, pero no hay previsiones oficiales que permitan anticipar su efecto en el número de visitantes que recibimos. A fin de cuentas, hablamos del futuro, y el único futuro que conocemos, es el que ya pasó.

Mi conjetura se basa en una experiencia más personal y significativa. En los últimos tres años he visto como, cada vez más, la gente se refiere al Camino de Santiago como el «Camino», dicho así, en castellano por cierto, no en gallego. Antes era normal encontrar quién te preguntaba por la pilgrims route, o te decían que habían hecho el way to Saint Jacques o que harían el chemin de Compostelle. Ahora, independientemente de su nacionalidad, lengua o lugar en el que hablen, simplemente dicen «el Camino». Igualmente, todo el mundo conoce Compostela, quiere venir a conocerla y acepta gustoso cualquier sugerencia para viajar hasta aquí.

Esto significa que el «Camino» y «Santiago» se han afirmado como marcas internacionales. Y ya sabemos lo que pasa con las marcas, se alimentan a sí mismas y generan un efecto multiplicador de lo que tocan. Un pequeño ejemplo: el año que viene se organiza en la ciudad el congreso bianual de la Sociedad Internacional de Etnología (SIEF); es un congreso muy especializado al que acuden una media de 700 personas, pero en el caso de Santiago la organización se ha visto desbordada al recibir 1500 solicitudes.

En esta tesitura, Santiago tiene dos grandes desafíos. El más obvio es cómo preparar la ciudad para acoger en el medio plazo el doble, digamos, de visitantes y peregrinos al año. El objetivo tiene que ser compaginar la calidad de la visita y la satisfacción de los turistas con el bienestar de los vecinos y el progreso de la ciudad. No es esto una empresa fácil como muestran las crecientes demostraciones en muchas ciudades contra los turistas.

Pero el desafío más apremiante es cómo utilizar la marca «Santiago» para fomentar un desarrollo armónico de la ciudad, de sus empresas e instituciones, que no dependan sólo del monocultivo turístico. El sello «Santiago» reúne el capital simbólico necesario para ser un gran atractor no sólo de visitantes, sino de todo tipo de iniciativas y públicos. Esto implica desarrollar la marca para crear una identidad compartida de la ciudad, un ideario que asiente una idiosincrasia reconocible y constante que no esté al albur de coyunturas políticas distintas. Santiago es una construcción patrimonial espectacular, pero es más que románico y lluvia. El Camino, el oeste, el fin del mundo euroasiático, la puerta al mundo transatlántico, la piedra, la madera, el verde, las huertas, el agua, la luz de la tarde, el Pico Sacro, los lugares xacobeos, el vínculo con Fisterra y Padrón, la espiritualidad, el autoconocimiento y el conocimiento, deben formar parte de un orgullo de ciudad compartido, que se concrete ante todo en el compromiso con la conservación de los patrimonios (histórico, material e intangibles) que alimentan la marca. Tampoco esto es empresa sencilla. Piénsese por ejemplo que levantar una buhardilla en cualquier casa o poner un neón en un escaparate, deberían ser cosas que de forma natural a nadie se le deberían de ocurrir y todos deberíamos rechazar.

Estas cosas deben ser compartidas por vecinos e instituciones, y proyectarse a medio-largo plazo. Deben quedar fuera del combate partidista. No se pueden estar reconsiderando en función de la mayoría (en una sociedad democrática siempre minoría) que gobierne. Hay experiencias del pasado que podemos aprovechar. Parte del éxito actual se debe a la política urbanística que puso en marcha Xerardo Estévez. En su momento fue contestada desde muchos sectores, pero no creo que hoy nadie dude de su rentabilidad futura, en nuestro presente. Eso nos debería enseñar que la construcción y mantenimiento de la marca se debe hacer con un criterio generoso pensando en el medio plazo y en los futuros vecinos y vecinas, no sólo en los intereses individuales de los actuales actores políticos. Igualmente sabemos que el Consorcio fue un agente esencial de esta operación de éxito. Su potenciación en el futuro, la armonía interinstitucional en torno a él, son cosas que se deberían potenciar.

El plan estratégico de la ciudad histórica, que se está elaborando por ser una demanda que UNESCO exige como parte de la etiqueta «patrimonio mundial», es una ocasión para este desarrollo. Se está haciendo, pero no será suficiente si no se genera una identidad de marca que sea apropiada por todas las compostelanas y compostelanos. La marca «Santiago» se tiene que transformar en estilo de ciudad. Para ello, si la marca es la trama, la urdimbre será una estrategia adecuada que permita componer un tejido ciudadano prospero.