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El Camino que se saltó Paulo Coelho

21 enero 2020 / lavanguardia.com

La senda en Galicia es un tobogán de continuas subidas y bajadas que mantiene con vida multitud de aldeas

El mayor propagandista contemporáneo del camino de Santiago no llegó hasta el final. Cuando entró en 1986 en Galicia por O Cebreiro, tras hacer los 613 kilómetros que hay desde Saint Jean Pied de Port, Paulo Coelho decidió que ya había encontrado lo que buscaba. Este escritor brasileño, que tiene una calle con su nombre en Santiago, cuenta en su libro El peregrino de Compostela que tomó un autobús hasta la capital de Galicia.

Esa parte final del Camino, los 160 kilómetros que faltan desde O Cebreiro, es un trayecto que arranca con el descenso hasta Sarria que quienes vienen desde Francia suelen señalar como el tramo más bello de toda la ruta junto con el de los Pirineos.

Salgo desde Fonfría no muy temprano, tras tomármelo con calma, con los remordimientos por madrugar poco mitigados por la retranca del señor de la casa rural en la que he dormido. Anoche se reía de las prisas de los estadounidenses y coreanos que se quejaban de que los desayunos empezasen a las siete de la mañana, como si quisieran “irse por el barranco abajo”, pues es 20 de octubre y no amanece, en la medida que puede hacerlo en medio de la densa niebla, hasta cerca de las 9.

Tras una bajada espectacular, el Camino se divide en dos en Triacastela, de donde soy. La ruta directa hacia Sarria, por San Xil, ya la hice un par de veces, por lo que, aunque es preciosa, tomo la de Samos, por variar. Al pasar San Cristovo do Real en dirección a Renche no paro de sorprenderme. Primero me encuentro en una pared con dos señales de peligro por gallinas, mientras ellas deambulan a un lado del Camino, que poco después entra en el que acabó siendo el paraje que más me maravilló en todo mi trayecto, desde Ponferrada hasta mi casa en Compostela. El río Sarria, también llamado río Oribio, aporta la relajante banda sonora en medio del profundo bosque ancestral, de ensueño, aún más verde que amarillo pues aquí el otoño avanza despacio.

Tras una de esas subidas y bajadas que convierten la ruta francesa en Galicia en un tobogán que castiga los pies maltrechos de los caminantes, como el mío izquierdo, el fascista de la fascitis plantar, cada vez más protestón, aparece el imponente monasterio de Samos. Encajado entre las montañas y sin casi espacio para el pueblo, representa todo un retrato del poder que atesoró la Iglesia gallega.